Mi relación con la educación (pero sobre todo con los profesores)





Cuando una persona está estudiando para ser profesor de Educación Secundaria lo primero que se puede preguntar es: ¿cómo me gustaría ser? Es probable que todos tengamos en nuestra mente algún profesor o profesora que nos marcara, que nos dejara una huella más profunda que los demás por alguna extraña razón: porque transmitía la asignatura con cariño, porque te hacía ver lo importante que podían ser las ecuaciones de segundo grado o un soneto de Garcilaso, porque era justo pero simpático… Esa misma pregunta tiene una segunda cara, una especie de sombra de la primera: cuando sea profesor, ¿cómo no me gustaría ser? y, de manera casi instantánea, es probable que todos tengamos en nuestra mente algún profesor o profesora que nos marcara, pero que nos marcara para mal: porque hacía de cada hora un siglo, porque conseguía que vieras las ecuaciones y los sonetos como desiertos de aburrimiento, porque era una mezcla de injusticia y antipatía… Está claro que cuando una persona estudia para ser profesor de Educación Secundaria, es muy importante el trayecto que ha vivido en el aula, y así no será lo mismo el profesor que busque suspender para hacerse respetar que el que busque que sus alumnos aprendan, aunque a veces suspendan.

He estudiado toda mi vida en centros públicos, desde infantil hasta cuarto de carrera. Ya desde el colegio (fui al CEIP Federico García Lorca) aprendí a diferenciar entre un buen profesor y un mal profesor. Éramos muchos alumnos, pero todos sabíamos quién queríamos que nos diera clase y quién no. Las horas de deberes marcaba esta diferencia, pero también la actitud ante los alumnos. A mí, desgraciadamente, y durante dos años seguidos, me tocó la peor opción. Nuestra profesora nos insultaba y se mostraba dura y antipática, nos castigaba en cuanto podía y se esmeró en levantar una barrera que la separara lo máximo posible del alumno. Puede que los años hayan distorsionado la imagen, pero sé que, a día de hoy, ninguno de mis compañeros de promoción guarda un buen recuerdo de esos años. Por lo demás, el resto de profesores fueron cariñosos, atentos, divertidos y cercanos (no en vano cuando nuestra generación se graduó de Bachillerato, vinieron a vernos y a darnos la enhorabuena). Considero mi colegio un centro de referencia a nivel de docencia pública en Valladolid, con multitud de actividades por una escuela pública de calidad, pero también fomentando la interrelación entre grupos y edades. Si de algo estamos orgullosos los amigos que salimos del cole (y que son muchos de los que conservo hoy en día), es de haber ido al García Lorca.

El cambio al instituto fue duro, primero por la diferencia de nivel y de edades, segundo porque había demasiadas caras nuevas y tercero porque éramos casi un millar de alumnos. Fui, durante seis años, al IES Zorrilla, uno de los centros más conocidos, divertido y caóticos de Valladolid. Aunque nunca los haya contado, durante los seis años de ESO y Bachillerato me darían clase más de treinta o cuarenta profesores diferentes, lo que supone una ampliación brutal del catálogo de “cómo me gustaría ser” y “cómo no me gustaría ser” que llevaba del colegio. He tenido, y en el instituto más que nunca, profesores de todos los tipos, tremendamente diferentes, y a veces separados en nuestro aprendizaje por una hora: de una maravillosa clase de Historia en la que la profesora (recta y seria, pero meticulosa y entregada a mostrarnos su asignatura) a una insoportable clase de Lengua y Literatura que se basaba en subrayar nombres y títulos para luego memorizarlos. El número de alumnos (por cada curso había cinco o incluso seis clases) hacía que no nos conociésemos todos y que fuera un acto de verdadera suerte que te pudiera tocar con tus amigos. Sin embargo, seis años de buenas y malas experiencias no dejan de ser seis años de experiencia, seis años en los que conocí y perdí amigos, aprendí qué me gustaba y qué no, hice amistad con algunos profesores y cogí un odio terrible a algunas materias por otros. La lista de anécdotas es interminable (mis amigos y yo seguimos recordándolas), casi tan larga como la cantidad de materia que ya he olvidado, aunque no siempre estudiábamos para olvidarlo todo a la semana siguiente, y aún a día de hoy podría hablar de ciertos temas que se han quedado grabados a fuego en mi mente. Y eso es totalmente gracias a los profesores.

Aunque la adolescencia es difícil, y no siempre me siento orgulloso de cómo me comporté en clase en esos años, creo que todos, hasta los que más alejados se sentían del estudio, tenemos a algún profesor guardado en nuestra memoria y al que debemos un precioso consejo o al que recordamos como un modelo de persona. En cierta manera estoy estudiando este máster y toda la carrera (Lengua y Literatura) por alguno de los profesores que me han enseñado que cuando quieres algo hay que buscarlo y que el aprendizaje es eterno y que dar clase es dejar una huella que, algunas veces, dura para toda la vida.

Comentarios

  1. No tengas rubor en decir los nombres de esos profesores y profesoras que, por su influencia sobre ti, han hecho que hayas dado este importante paso...
    Esta es una de las profesióones con mayores índices de satisfacción y, como consecuencia, de capacidad para proporcionar felicidad...

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  2. Me encanta la síntesis que haces de tu recorrido por el sistema educativo. Lo deberíamos hacer todos que seguro que salen cosas desconcertantes. Maravillosas las fotos!

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  3. Todos hemos tenido buenos y malos profes. Es importante haber pasado por esas experiencias para ir decidiendo cómo queremos ser y cómo no. Como has dicho, el aprendizaje es eterno

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